Pequeña historia de la Isla de Santa Clara

La Ermita

      No siempres fue la isla de Santa Clara lo que hoy es. De su remota vocación mística, si no la cosa, conserva todavía, y probablemente ya para siempre, el nombre. Las más antiguas referencias que encontramos de ella en los anales de la historia donostiarra, nos hablan de su ermita. Que la isla fuera de propiedad y pertenencia del Ayuntamiento de San Sebastián, parece que no hay duda; pero en cuanto a la ermita, ya es otra cosa.

      No se sabe cómo, ni cuándo, ni por qué, si por dote de alguna monja o por algún otro título, dicha ermita pasaba por ser propia del monasterio de San Bartolomé de nuestra ciudad. En los varios pleitos que el Ayuntamiento y el monasterio sostuvieron en los Tribunales de Pamplona, de Burgos y de la Nunciatura, reivindicándola, siempre se resolvió a favor de las famosas canónigas agustinas de San Bartolomé, que siendo de clausura a la sazón, y gozando de gran preponderancia, andaban en San Sebastián como Pedro por su casa.

      No falta quien haya sostenido que la primitiva fundación de dicho monasterio tuvo lugar en la susodicha isla; pero ello parece inverosímil, teniendo en cuenta lo reducido, abrupto y pobre del terreno qu la constituye, su aislada situación y la inclemencia del tiempo que en ella impera.

      Un día al año, el día de Santa Clara precisamente, la isla y su ermita eran teatro de una gran animación y concurrencia. La Comunidad de religiosas de San Bartolomé acostumbraba a trasladarse dicho día a la isla a cantar las solemnes vísperas de su santa titular. Sacerdotes y acólitos acudían a la celebración de la santa misa que allí y aquel día solía rezarse; y cuentan las crónicas que desde el momento en que salían del puerto las lanchas en que unos y otros iban embarcados, hasta el moemnto en que llegaban a la isla, las campanas de San Bartolomé repicaban de lo lindo. No es dificil conjeturar la animación y algarabía que en aquella romería pondrían los donostiarras de aquella remota época de los siglos XV y XVI.

El Ermitaño

      Es de creer que la ermita tuviera su ermitaño. el famoso viajero inglés que en 1700 publicó en Londres su famosa "Descripción de San Sebastián" nos habla del ermitaño de Santa Clara de quel tiempo. el hombres - según las referencias del inglés -, se dedicaba a la mendicidad y contaba muchas historias y leyendas. También parece ser ayudaba a llenar las barricas de vino, cuyo tráfico era grande por aquel entonces en nuestra ciudad; pero parace ser que el pobre viejo acababa el día hecho un cuba.

      era el tal ermitaño un caballero de Castilla de gran posición, a quien por alguna causa se le confiscaron los bienes, confinándole en la isla. "Ha de mendigar su pan durante catorce años"- dice el viajero inglés-, al cabo de los cuales le devolverán su fortuna. Entretanto, la Iglesia y los curas usufructúan las rentas de caballero."

      Según la misma referencia, los herejes que morían en San Sebastián eran enterados en Santa Clara, Cuando sacaban sus cadáveres del pueblo para ser trasladados a la isla, una chusma de hombres y mujeres seguían detrás insultando al muerto y gritando: ¡Ese al infierno! ¡Ese va al infierno!

      Aún a finales del siglo XVIII, según testimonio del doctor Camino, pedían observarse vestigios de dicha ermita, que las guerras de fines de aquel siglo y del siguiente, así como la construcción del faro actual, acabaron por borrar, confundir o desfigurar.

      Digamos a este propósito, que San Sebastián ha sido muy poco tradicionalista y conservador de sus antiguas ermitas. Porque no sólo desapareció esta de Santa Clara, sino también, entre otras la de San Juan de Oriamendi y la de Nuestra Señora de Loreto, al propontorio sobre el cual se asienta esta última, la ignorancia y la estultica posteriores le han dado el ridículo nombre de... Pico del Loro. Para ciertas gentes, entre loro y Loreto no hay tanta diferencia.

El lazareto

      En los Registros de Actas del Concejo Municipal de San Sebastián correspondientes al siglo XVI, hay también algunas referencias a la isla de Santa Clara y a su antigua ermita.

      Avisado el Concejo de la peste que había en algunas partes y puertos de Andalucía, y que algunos marineros que de allí venían podían contagiar del mal de San Lázaro a los habitantes de nuestra villa, se decidió que aquellos que hicieran cuarentena en la isla, para lo cual mandaron habilitar convenientemente su ermita.

      No debía de hallarse ésta en muy buenas condiciones, por cuanto se acordó, entre otras cosas, "aderezarla" y "trastejarla" , poniendo el "maderamiento", puertas, rejas y cerrajas que hicieran falta...

      "Que todos los marineros y gente que viniere de dichas parte - dice el acta- se "eche" a la isla desde luego, sin darles lugar a que puedan comunicar con sus mujeres ni otras gentes. Que se pregone que cualesquier personas que de tres días a esta parte han venido a esta villa y su juriesdicción, y a los que vinieren de qué en adelante de Sevilla, Lisboa y sus comarcas, donde se sospecha que hay enfermedad de peste, no enten en ella y salgan de la villa y su jurisdicción, o se vayan a encerrar en la isla de Santa Clara, y no salgan de ella hasta aque sus mercedes (esto es, los señores del Concejo) les den licencia para ello, so pena de cien azotes y de ser desterrados perpetuamente de esta villa y su jurisdicción, y de que les querarán las ropas y mercancías que trajeren..."

      No sólo en esta ocasión, sino en tantas otras, la isla de Santa Clara sirvió de lazareto en los casos de peste, tan frecuentes, desgraciadamente, en aquellos, anteriores y posteriores tiempos.

La Fortificación

      La isla de Santa Clara jugó importantísimo papel en la defensa de la plaza fuerte de San Sebastián en la guerra de 1719, cuando nuestra ciudad fué sitiada y bloqueada por las tropas del duque de Berwick, diediséis mil hombres bien pertrechados de abundante artillería.

      La isla, de la que a todo trance quería apoderarse el enemigo, era atacada desde las laderas del próximo e inmediato monte Igueldo, y desde el mismo Antiguo, respondiendo con descargas cerradas de mosquetería o de cañón. Gran parte de su artillería y la defensa de la isla en general se había encomendado a la marinería de San Sebastián, compuesta de tres compañías de paisanos y dos de artillería, que se comportaron brillantemente. Lo que no impidió, es cierto, que la plaza capitulara, aunque honrosamente, el 1 de agosto de aquel año. Con motivo de guerras posteriores, la isla y su erita fueron fortificadas.

Robinson

      La isla Santa Clara tuvo, a mediados del siglo pasado, su auténtico Robinson. Siro Alcain no ha contado algunos detalles de él en su libro "Iruchulo-zar" "Donostiberri"

      Joshe Vicente Arruabarrena, noveno hijo de José Ignacio, nación en el caserío "Mendigaiñ", del monte Igueldo, destruido en la primera guerra civil y reedificado por José Ignacio para albergue de su numerosa familia.

      Joshe Vicente mostró desde su infancia un carácter taciturno e inclinaciones a la vida independiente y solitaria. Tomó parte en la primera guerra civil, al cabo de la cual regresó a su casa de Igueldo sano y salvo; pero a los pocos días desapareció de ella. Tres años anduvo por ahí haciendo vida errante, volviendo de nuevo a su hogar; pero tampoco esta vez pudo por lo visto, acomodarse a la vida de familia, ponéndose a vivir en una choza que se hizo al final de lo que hoy es el paseo de la Concha, y entonces era un lugar erial y montuoso. Allí vivía solitario e independiente, hasta que a mediados de siglo hubo de desalojarlo para construir la carretera general de Madrid a Irún por San Sebastián.

      Ocurrióseles por aquel entonces a don Joaquín Ibar y algunos otros caballeros donostiarras aficionados a la caza, repoblar la desierta y abandonada isla de Santa Clara de conejos, confiando en su proverbial fecundidad y le nombraron guarda de la isla a Robinson.

      Arruabarrena tomó posesión de su cargo y de la isla, como su único habitante humano. Construyóse una choza, hízose con un bote y unos rudiemntarios aparejos de pesca, y allí vivió tan sólo acompañado de su fiel y único amigo "Pintho", durante los pocos años que duraron los conejos y le quedaron de vida. Aquellos en vez de multiplicarse, se extinguieron rápida y totalmente; y él también se extinguió y murió en el hospital, tan sólo como había vivido siempre.

El Faro

           El faro fue cosa posterior. Con su construcción, la isla perdió definitivamente su tradición mística, conviertiéndose en asiento de una institución utilitaria y práctica muy propia del siglo de las luces. Luego se hizo un pequeño embarcadero. Los veraneantes comenzaron a visitarla, a ponerla de moda y a merendolar en ella.

      Hubo un momento, a principios de este siglo, en que la isla estuvo a punto de experimentar un terrible y monumental impacto en su naturaleza y en su fisonomía. Fue cuando aquel gran arquitecto bermeano que fue Teodoro de Anasagasti, proyectó en ella, tomándola por base, la construcción de un espectacular monumento a la reina doña María Cristina, con el dinero de la suscripción popular ideada por don Rafael Picavea.

      Era algo fantástico y ultramoderno, la última palabra de lo monumental La isla quedaba convertida toda ella en un monumento, de líneas y volúmenes tan atrevidos, que hoy mismo, no obstante las audacias y libertades que estos últimos tiempos se ha tomado la arquitectura, causarían asombro a los más osados modernistas del arte de Vitrubio.

      Gracias a Dios, aquello fracasó y la isla de Santa Clara sigue siendo isla, sin monumentos ni arquitectura, pero con rocas, árboles y un poco de monte verde...

      Es de creer y es de esperar que la isla Santa Clara cobre antes de mucho el lugar que le corresponde en nuestro turismo. El Ayuntamiento y los "Amigos de la Isla" tienen la palabra.